En 2012 hallamos el esqueleto intacto de un niño Calcolítico (5000. Cal BP) de 6 ó 7 años de edad enterrado en una especie de fosa preparada con piedras. El cuerpo estaba rodeado de objetos de cerámica alrededor de la cabeza, el pecho, las rodillas y los pies. Además, a sus pies yacía el cadáver casi completo de un ternero, lo que podríamos interpretar como un signo de la importancia o el alto rango del niño. Gracias a su excelente estado de conservación, se han podido estudiar en profundidad tanto los dientes como los huesos del cráneo, la cara, los brazos y las piernas (Castilla et al., 2014). El análisis antropológico ha revelado que este niño/a pudo padecer raquitismo al menos durante dos períodos diferentes de su corta vida, una primera entre el año y medio y los 3 años, justo el período en el que los niños son destetados y comienzan a consumir otro tipo de alimentos además de la leche materna, y otra hacia los 4-5 años que podría estar relacionada con la carencia de Vitamina C debido a una dieta monótona basada en cereales y la carencia de alimentos ricos en Vitamina C como son la fruta y otros vegetales.
Con el análisis de las micro-estrías de desgaste que los alimentos dejaron en la superficie de los dientes de estos humanos (García-González et al, 2018) hemos detectado que la dieta de estas poblaciones meseteñas era menos abrasiva que la de otras poblaciones de su misma época pero ecológicamente diferentes, como las mediterráneas, debido sobre todo al mayor consumo de carne de las primeras. La cría de ganado debía ser más intensa en estos ambientes montañosos y seguramente los humanos eran más dependientes de estos recursos que en otros entornos ecológicamente más variados.
Sin embargo, los análisis de ADN antiguo de estos humanos nos ha sorprendido en varios aspectos. Un primer análisis (Sverrisdóttir et al., 2014) reveló que estos pastores del Calcolítico y la Edad del Bronce aún carecían de la mutación genética que nos permite hoy día digerir correctamente la lactosa de la leche cuando ya somos adultos, y por tanto aprovecharla como fuente de calcio y vitaminas. Es decir, eran intolerantes a la lactosa. Dado que las poblaciones actuales de la Península tienen una frecuencia alta de esta mutación, hay que pensar que este rasgo se seleccionó muy rápidamente en poblaciones que carecían de ella (o que la población fue mayoritariamente sustituida por otra que si la presentaba). Quizá durante períodos de hambruna en momentos en los que las cosechas son malas, el consumo abundante de productos lácteos sería una buena alternativa, lo que podría haber dado lugar a episodios de fuerte selección natural a favor de los individuos tolerantes a la lactosa, es decir, capaces de digerir correctamente estos productos sin tener problemas. Recordemos de nuevo que el niño enterrado en el Portalón murió hacia los 6 años y había padecido varias crisis de malnutrición. Otra opción es que esta mutación hubiera legado a través del contacto y la mezcla con poblaciones ya resistentes (ver más abajo).
En un segundo estudio (Günther et al., 2015) hemos descubierto que los agricultores ibéricos comparten una historia similar a la del resto de agricultores del centro y norte de Europa que se originaron también a partir de una misma ola de migración y que además se mezclaron con grupos de cazadores recolectores locales.
Y en un tercer trabajo está relacionado con la historia de las migraciones humanas que durante el Neolítico y la Edad del Bronce forjaron la estructura genética de las poblaciones europeas actuales, incluyendo las de la Península Ibérica (Valdiosera et al., 2018).
Desde el último máximo glacial, hace aproximadamente 20.000 años, Europa estaba habitada exclusivamente por grupos de cazadores recolectores, pero diversos estudios genéticos mostraron que dos migraciones importantes durante los últimos 10.000 años tuvieron impactos masivos en el estilo de vida y el acervo genético de las poblaciones europeas (Allentoft et al., 2015). En primer lugar, hace aproximadamente 7400 años antes del presente, grupos originarios de Oriente Medio y Anatolia introdujeron prácticas agrícolas en Europa durante el período Neolítico. Posteriormente, hace 5.000 años, poblaciones de la región del Cáucaso, Rusia y Kazajstán, conocidos como Yamnaya, se extendieron por el continente europeo reemplazando a los anteriores habitantes. Los Yamnaya trajeron consigo la lengua proto-indoeuropea, e innovaciones como la rueda, técnicas de fundición de los metales y parece que la mutación relacionada con la tolerancia a lactosa, tan importante en nuestra historia, que se extendió por Europa gracias a esta migración y no antes.
En nuestro estudio (Valdiosera et al., 2018) mostramos que la influencia genética de esta migración Yamnaya en los europeos ibéricos prehistóricos fue menor y más tardía que en el norte y centro de Europa. Las poblaciones de la primera Edad del Bronce Ibérico muestran todavía una baja proporción de ascendencia esteparia, y es a lo largo de la Edad de Bronce cuando se produjo un importante aporte de población centroeuropea a la Península Ibérica, que además trajo consigo la nueva lengua, las nuevas ideas, los nuevos conocimientos y las nuevas adaptaciones, lo que confirma que la historia genética de Iberia fue única. Además, en nuestro estudio mostramos que los primeros agricultores que llegaron a Iberia (primera oleada) lo hicieron principalmente siguiendo una ruta costera por el norte del Mar Mediterráneo y en esta primera migración participaron tanto hombres como mujeres, es decir, seguramente grupos familiares (lo sabemos por el análisis que realizamos del cromosoma X). En el caso de los Yamnaya, nuestro análisis del cromosoma X muestra que poquísimas mujeres participaron en esta segunda migración desde la estepa. Se estima que había diez varones por cada mujer. Los dos procesos fueron muy diferentes.